La publicación en marzo de 1998 de
Birthday Letters, el
último libro de Ted Hughes, provocó una conmoción sin precedentes en
los círculos literarios anglosajones. Los periódicos dieron la noticia
en primera plana, ampliándola en extensos artículos de fondo, caso
inaudito tratándose de un libro de poesía. Escrito en secreto a lo largo
de un período de treinta años,
Birthday Letters es un epistolario lírico que Hughes empezó a dirigir a su primera mujer, Sylvia
Plath, poco después de su muerte. Plath, una de las voces más
emblemáticas de la poesía norteamericana de nuestro tiempo, es
autora de un corpus tan breve como sobrecogedor. Las circunstancias que
rodearon su trágico final harían que su figura alcanzara proporciones
míticas. El modo en que se cruzaron las trayectorias vitales y poéticas de Sylvia Plath y Ted Hughes constituye uno de los episodios más legendarios y controvertidos
de los anales literarios del siglo XX . La génesis del mito se remonta a
principios de 1963. Aquel año Londres padecía uno de los inviernos más
duros que se recordaban en muchas décadas. Plath vivía en un apartamento
modesto, sin calefacción. Conforme dejó escrito en su diario, el frío
era tal que el agua corriente se congelaba, haciendo reventar las
tuberías. Con muy escasos medios económicos, y sumida
en una depresión profunda, Plath luchaba a solas contra el fantasma de
la locura. Su marido acababa de abandonarla junto a los dos hijos
pequeños de la pareja, para irse a vivir con una mujer casada, la poeta
Assia Wevill. Poseída por un estallido de furor creativo, Sylvia
Plath se levantaba cada día a las cuatro de la mañana, a fin de poder
dar forma a la poesía que la habitaba antes de que se despertaran los
pequeños Nick y Frieda.
Un día perdió la batalla con sus fantasmas. El once de febrero, Plath,
que había intentado suicidarse más de una vez en su pasado, dejó
preparado el desayuno para cuando sus hijos se despertaran: una jarra de leche y unas rebanadas de pan. Después se dirigió al sótano, se encerró con llave, abrió la espita de gas, y metiendo la cabeza en el horno, puso fin a su vida. Tenía treinta años de edad. Su suicidio la convirtió en un mito público y en
un icono trágico de la condición femenina. Los cargos formulados contra
Hughes eran dos: en primer lugar, haber abandonado a su mujer en un
momento de suma vulnerabilidad psicológica y en
medio de una penuria que apenas le permitía mantener a sus hijos. En
segundo lugar, sobre Hughes pesa la acusación de haber manipulado el
legado literario de su esposa. El veredicto distaría de ser unánime. Las
relaciones entre Sylvia Plath y Ted
Hughes han constituido siempre una disputa de dominio público que
invita de manera irresistible a tomar partido. La historia cobró tintes
siniestros cuando Assia Wevill, tras dar muerte a la hija que había
tenido con Ted Hughes, Shura, de dos años de edad, se suicidó empleando
el mismo método que Sylvia Plath: la asfixia por gas. En 1965, dos años después de su muerte, Hughes había publicado Ariel, el libro más logrado y perturbador de Plath. En algunos poemas hacía aparición una figura que era imposible no asociar con él: el marido como verdugo y carcelero. En un efecto característico del poder de la poesía de Sylvia
Plath, la metáfora cobraría cuerpo definitivo. Para muchos lectores la
imagen era literal e inmodificable. Desde entonces el odio y las acusaciones se mantendrían constantes. Se escribieron poemas y libelos en prosa contra Hughes. De manera periódica, manos desconocidas arrancaban de la lápida que presidía la tumba de Sylvia Plath Hughes el infamante apellido del marido. Con frecuencia, las conferencias y lecturas que daba se veían interrumpidas por gritos de asesino. A lo largo de treinta y cinco
años, la reacción de Hughes frente a los ataques fue invariable: nunca
hizo nada por defenderse, jamás trató de reivindicar su imagen.
Encastillado en un silencio impenetrable, nunca respondió a las
acusaciones. Como editor de la obra de Sylvia Plath, Ted Hughes procedió de modo sistemático y calculador,
espaciando estratégicamente las publicaciones a lo largo de los años.
En tanto que para algunos esto fue un agravio, otros consideraron que
procedió con gran pulcritud y respeto hacia la obra, reconociendo el genio del último estallido, y organizando
los poemas en volúmenes de impecable coherencia, sin retocar en modo
alguno los originales, ni siquiera cuando su propia imagen pudiera salir
perjudicada. Asimismo, señalan sus defensores, el modo calculado en que
se editaban los libros redundaba en el beneficio económico de los hijos
de la autora. Cinco años después de la publicación de Ariel, en 1971, vieron la luz dos poemarios de Plath muy distintos entre sí: Winter Trees, volumen que por su tono y temática corresponde al mismo ciclo que Ariel, y Crossing the Water, obra de transición entre
The Colossus (1960), único título que la autora publicó en vida, y los poemas finales. Hughes aguardó exactamente una década antes de lanzar una cuidada edición de los Collected Poems. El impacto del libro fue tal que, en los Estados Unidos, a Sylvia
Plath se le concedió el Premio Pulitzer de poesía a título póstumo. Un
año después, en 1983, por fin se publicó una selección de los polémicos
diarios. Era sabido que en aquellos documentos se contenía la voz
más oculta y personal de la autora, y el
resentimiento contra Hughes por impedir su publicación se había
convertido en un clamor universal. La edición, publicada en los Estados
Unidos, comprendía aproximadamente una tercera parte del total de los
diarios. En el prólogo, Hughes daba cuenta de la pérdida de varios
cuadernos y confesaba
haber destruido el último diario, precisamente el que contenía las
anotaciones de Plath durante el período clave que antecediera a su
muerte. Hughes justificó su acción invocando su deber moral como
padre: según él, la lectura de aquellas páginas le hubiera ocasionado a
sus hijos un daño y dolor irreparables. Las feministas pusieron el grito en el cielo, y los
biógrafos de Plath no le perdonaron que hubiera borrado para siempre de
la memoria colectiva datos de un valor incalculable. Los ataques de que
fue objeto adquirieron tal saña y
virulencia que Hughes tomó la decisión de no publicar jamás el libro en
Inglaterra. Edward James Hughes nació el 17 de agosto de 1930, en Mytholmroyd, un pueblecito de Yorkshire,
rodeado de páramos desolados. Cuando contaba siete años de edad, su
familia se trasladó a Mexborough, localidad minera al sur del país. Su
sensibilidad quedó marcada desde una edad muy temprana por la fascinación que sobre él ejercían el campo, los animales y la
caza. Tras el bachillerato, Hughes cumplió el servicio militar en la
RAF, como mecánico de radio. Destinado en un puesto solitario al norte
del condado de Yorkshire, ulteriormente evocaría así aquella época: «No tenía nada que hacer, excepto leer y releer a Shakespeare, y contemplar
cómo crecía la hierba». Después vendrían los años de estudiante
universitario en Cambridge. Sus amistades de la época lo caracterizan
como un joven alto, fuerte, atractivo, rodeado de un aura de misterio
que ejercía un extraño magnetismo, sobre todo entre las mujeres. Sylvia
Plath nació en Boston, en 1932, en el seno de una familia de
origen germánico. Tuvo una infancia idílica, amparada por dos presencias
benéficas: la del mar y la
de su padre, el naturalista Otto Plath. La muerte inesperada de éste
cuando la niña contaba tan sólo ocho años, haría que se desmoronara de
modo trágico el paraíso de la infancia. La poeta jamás superaría aquel
episodio, al que regresa obsesivamente en algunos momentos clave de su
obra. Plath fue una niña prodigio, que publicó sus primeros poemas a los
nueve años, y tanto
en el instituto como en la universidad acaparó toda suerte de honores
académicos. A los diecinueve años obtuvo un premio de especial
significación, que la convirtió en editora invitada de Mademoiselle, publicación femenina con sede en Nueva York. Durante su estancia en Manhattan, conoció el glamour de la ciudad, pero también padeció una gravísima crisis que desembocó en un intento de suicidio, y exigió que la internaran. Esta etapa de su vida ha quedado meticulosamente registrada en La campana de cristal, novela
de sumo interés, que firmó bajo el seudónimo de Victoria Lucas, por
temor a la reacción de su madre. (De hecho la novela no se pudo
publicar hasta la muerte de ésta.) Tras regresar a su carrera
universitaria en el prestigioso Smith College, Plath ganó una beca
Fulbright para cursar estudios en Cambridge. Allí conocería a Hughes. Se
encontraron en una fiesta. Los dos sintieron una atracción mutua
fulminante. En su diario, Plath registró así el encuentro: «Aquel chico
grande, moreno, corpulento, era el único lo suficientemente enorme para
mí. Ni un momento había dejado de merodear en torno a las mujeres. Yo pregunté su nombre en el instante en que entré en la estancia, pero nadie me lo había sabido decir. Entonces se acercó a mí y me
miró fijamente a los ojos. Era Ted Hughes». A los cuatro meses se
casaron. Los dos han dejado constancia por escrito de los tiempos
iniciales de su vida en común, cuando vivían el uno para el otro, y para escribir poesía. La pareja se trasladó temporalmente a los Estados Unidos, donde alternaron la enseñanza y la escritura. Tras una fructífera estancia en la colonia de escritores de Yaddo, en 1961 viajaron a España y por fin se instalaron en Inglaterra. Su primera residencia fue en el campo de Devonshire, en medio del paisaje inhóspito y espectral que Hughes amaba profundamente y a
ella le aterraba. Fue entonces cuando encontró su voz. Plath articula
la experiencia femenina por medio de metáforas de singular violencia y desnudez, dando textura a un mundo verbal tan atractivo como perturbador. Su exploración del amor y la muerte se traduce en un lenguaje que salta de la pasión a la ira, y se concreta en imágenes de inquietante exactitud: el mundo de las abejas; la adivina que interpreta el lenguaje de la ouija; la imaginería clínica del dolor, cifrada en un paisaje de termómetros, placentas y heridas; el velo de la purdah, que erige los límites del espacio femenino; la capucha de hueso de la luna. En la obra de Plath, cuando el yo poético se siente amenazado, viene a rescatarlo una fuerza irracional y oscura que desenmascara y concreta los terrores que anidan tras la apariencia inocente de las cosas. Por medio de una precisa quirurgia verbal, Plath proyecta sobre seres y objetos
cotidianos imágenes que los transforman en entidades míticas. Su
mirada deja al universo en carne viva: las corolas rojas de unos
tulipanes, el misterio de un regalo sin abrir, los maniquíes sin ojos de
un escaparate o el auricular mudo de un teléfono descolgado son
heraldos que arrastran al lector al paisaje irreal de sus terrores. Su
búsqueda verbal se astilla en una persecución que no distingue entre el yo vital y el
literario. Algunas de las personas poéticas que crea se fijan de modo
indeleble en la memoria: así, la encarnación femenina de Lázaro, capaz
de regresar repetidamente a la tumba. La fascinación de Plath por la
imaginería de la muerte es uno de los aspectos más sobrecogedores de su
poesía. No es sencillo descifrar la estrategia de su escritura. Se la
suele comparar con Robert Lowell, Anne Sexton y John Berrymore, poetas que en su obra expresan de modo directo sus tormentos personales y su
angustia. Plath no opera exactamente así. La multiplicidad de voces que
se despliegan en su poesía no han de leerse necesariamente en clave
autobiográfica. Son las dramatis personae de un conflicto mucho más complejo. En sus escritos Plath muestra dos personalidades de las que irradian zonas de luminosidad y de sombra. Y aunque
a veces aparecen nítidamente separadas, en ocasiones la contigüidad es
sobrecogedora. Una buena manera de ver la distancia que media entre los
dos lados de su personalidad es alternar la lectura de los diarios con
las cartas que escribía a su familia. En tanto que éstas muestran una
faceta más llena de optimismo y vitalidad,
los escritos autobiográficos permiten seguir puntualmente la lucha
denodada que sostuvo a lo largo de toda su vida contra la desesperación y el
peligro de perder el equilibrio mental. En los escritos finales, las
dos partes escindidas de su identidad convergen, erigiendo un yo
femenino de fuerza devastadora. Como una encarnación de Perséfone, la
voz poética se abalanza de modo irrefrenable hacia el reino de la
muerte. En los momentos de mayor
altura, el viaje se despoja de todo vestigio de desesperación.
Posiblemente, la máxima realización poética de este proceso sea el
poema que lleva por título Ariel. En tanto la
fama póstuma de Plath se agigantaba, Hughes se mantuvo en la sombra,
tratando de minimizar el impacto de la tragedia en que se había visto
envuelta su vida. Fiel a su resolución de no responder a las acusaciones
formuladas contra él, se volcó sobre su propia obra. En los inicios de
su carrera, dominaba el panorama de la poesía inglesa el cultivo de un
lenguaje de tono culto y elegante, de signo decididamente urbano. La ironía y el ingenio eran dos de sus rasgos más característicos. La aparición de Halcón en la lluvia (1957),
primer título de Hughes, supuso un violento contraste con los modos
imperantes. Su indagación poética se centraba de lleno en la naturaleza, y el lenguaje de que se servía, erizado de asonancias enigmáticas, remitía a modelos tan inesperados como Gerard Manley Hopkins. El libro tuvo una excelente acogida a los dos lados del Atlántico. La publicación de Lupercal, tres
años después, no dejaba lugar a dudas acerca de su talento. La crítica
saludó a Hughes como el poeta más importante surgido en Inglaterra desde
el final de la Segunda Guerra Mundial, diagnóstico que
confirmaría su dilatada obra posterior, con títulos tan espléndidos como
Wodwo (1967),
Crow (1970) o
Wolfwatching (1989). La poética de Hughes es de una gran hondura y multiplicidad
de matices. Su obra hunde las raíces en las posibilidades de lo mítico.
A veces hace gala de un humor negro despiadado, otras se sumerge en los
niveles más primarios de la sexualidad. Capaz de alcanzar momentos de
un lirismo despojado de sentimentalidad, o de sumirse en un tono de
signo reflexivo, posiblemente uno de los rasgos más característicos de
su obra sea su capacidad de acercamiento a la naturaleza y al mundo animal, cuya violencia y belleza
describe inigualablemente. Para algunos el tratamiento que hace Hughes
de la violencia es de una brutalidad gratuita, que en el fondo obedece a
una visión nihilista de la existencia. Pudiera ser, pero lo cierto es
que pocos poetas han sabido expresar como él el sentimiento de la
naturaleza, o captar la extrañeza del mundo animal. De la mano de
Hughes, el lenguaje se enfrenta al enigma viviente del zorro o del
águila, atrapando su esencia y traspasándola a la página. La mirada que dirige Hughes al mundo animal constituye una honda meditación sobre la condición humana. En el hombre occidental la animalidad y la
racionalidad se han disociado. La primacía de las facultades
intelectuales nos ha separado de la urgencia del instinto. Para Hughes
la misión del poeta es recuperar el nexo entre razón, imaginación,
instinto y emoción.
Para muchos la mejor virtud de su poesía estriba en haber sabido
recobrar el sentido de lo sagrado en la naturaleza, que la humanidad
había perdido. Su amigo, el gran poeta Seamus Heaney, ha resumido el sentido de la obra de Hughes diciendo que en ella «memoria racial, instinto animal e imaginación poética confluyen configurando una sensualidad exacta». Siempre reservado y distante, poco a poco se hizo acreedor a un respeto y una
admiración cada vez más generalizados. Los nombres más conocidos de la
poesía inglesa tendían a protegerlo. Aunque no era fácil acceder a su
intimidad, quienes llegaron a conocerlo de cerca coinciden en señalar la
enorme disparidad existente entre el monstruo mitológico de la leyenda y la persona de carne y hueso.
En 1984, se le nombra poeta laureado de Inglaterra, puesto honorífico
que conlleva un exiguo salario anual de 112 libras esterlinas y una caja de botellas de vino. En 1997 Hughes publica los Cuentosde Ovidio, brillante recreación de las
Metamorfosis.
La rutinaria unanimidad de los elogios tiene el eco anticipado de un
responso fúnebre. Con más de cuarenta títulos a sus espaldas, entre los
que se cuentan, además de la poesía, ensayos, obras de teatro, libros para niños, traducciones, adaptaciones de autores latinos, antologías y ediciones
de la obra de otros poetas, hace tiempo que se considera a Hughes un
clásico. Revestido de una pátina de imperturbabilidad, el ciclo de su
obra parecía haberse cerrado. Taciturno, enigmático, ajeno a todo tipo
de sensacionalismos, nadie se esperaba de él la sorpresa mayúscula que sería Birthday Letters. Muchos años antes Hughes había afirmado: «Mi silencio parece confirmar todas las acusaciones y fantasías, pero prefiero eso antes que dejarme arrastrar al ruedo, entrar al trapo y vomitar los detalles de mi vida con Sylvia». Birthday Letters es un libro de insólita belleza. Excavando en lo más hondo y vulnerable de su ser, Hughes hace frente al más difícil de los exorcismos: rescatar del pasado el fantasma de Sylvia Plath y tratar de entablar un diálogo íntimo con ella. Estamos ante una confesión conmovedora y extensa. Hughes desnuda sus sentimientos como jamás lo había hecho, permitiendo que afloren la ternura y la emoción. El poeta reconstruye
la crónica de su relación con Plath, evocando escenas insólitas o
cotidianas, momentos de felicidad o desencuentro, la trayectoria
de sus vidas como poetas, con los paisajes de fondo de Inglaterra,
España, los Estados Unidos, o el terrible invierno londinense que
desembocó en el trágico final de Plath. Muchos de los poemas del
epistolario sostienen un diálogo con vocablos e imágenes
fundamentales del universo poético de Plath y varios
títulos son alusiones directas a los títulos de ella. En algún caso
(«The Rabbit Catcher») Hughes reescribe un episodio desde el otro lado
del espejo. Birthday Letters es el único texto autobiográfico de su autor y está
construido de tal modo que se lee como si se tratara de una pieza
narrativa. A pesar de que los poemas fueron compuestos a lo largo de más
de tres décadas, hay en el libro una profunda unidad de concepción, tono y lengua. La disposición cronológica del epistolario se construye como una suerte de argumento que exige una lectura continuada. Birthday Letters destila fuerza y sinceridad.
Su poder de convicción descansa en el hecho de que para su autor éste
era un libro necesario. Necesitaba entenderse a sí mismo, la muerte de
su mujer, conjurar los fantasmas de su pasado. Hughes carecía de
elección ante un material que lo estaba devorando. No le quedaba más
remedio que escribir este libro, y así lo hizo, a lo largo de gran parte de su vida. Y antes
de morir necesitaba publicarlo. Su silencio le pesaba demasiado. Ello
no quiere decir que Hughes nos proporcione la verdad. El libro no
soluciona ningún enigma, ni siquiera se nos da una explicación de los
hechos. El libro nos ofrece un testimonio, una visión personal,
fragmentaria y parcial de Plath. Si no sobre su persona, Hughes había escrito sobre la obra de Plath. Sus ensayos sobre los manuscritos sucesivos del poema «Ovejas en la niebla», la génesis de Ariel, o la composición de
La campana de cristal, son
sumamente interesantes. De modo general, Hughes ve una
contradicción profunda en Plath. Según él, aunque ella ambicionaba
integrarse en la tradición de Joyce, Woolf y James, su corazón la llevaba en una dirección opuesta: D. H. Lawrence y Dostoievski. Probablemente esté en lo cierto al señalar que con el cuento «Johnny Panic and the Bible of Dreams» Plath logró desbloquear su talento y entrar en contacto con las raíces primordiales de su fuerza creativa. Hughes propone leer La campana de cristal como un escenario ritual de la muerte y el renacimiento simbólicos de la protagonista. Este esquema mítico –piensan Hughes y no
pocos otros estudiosos de Plath– se convertiría en la clave de su obra:
un ritual de iniciación violenta en el que se inmola el viejo yo
a fin de permitir el nacimiento de uno nuevo. Para renacer es preciso
descender a los infiernos, al igual que Osiris, navegando en el barco
del sol viaja desde su muerte en el poniente para renacer como un niño
en el oriente. Hughes ve la existencia de dos aspectos en Plath, uno
espiritual y otro material, uno superior y otro inferior. Para él la simultaneidad de los niveles hacen de obra y vida algo genuinamente trágico. Birthday Letters nos
ofrece una visión fatalista de Plath, que parece conferirle a su
suicidio un carácter ineludible o irrevocable. La interpretación que
ofrece Hughes de Plath, muy anterior a la aparición de Birthday Letters, siempre ha sido muy discutida.
En cuanto a la realización poética del libro, las críticas fueron casi
unánimemente favorables. Aunque no apaciguaría a sus detractores, casi
nadie le disputó la sinceridad de sus motivos. Muchas feministas que
llevaban años demonizándolo, tras dejar claro que la poesía de Hughes
carece de la originalidad y agudeza de la de Plath, mostraron respeto hacia la autenticidad, el dolor y la
ternura evidente de la voz. En un comentario sumamente representativo
de cierto sector crítico, Katha Pollit reconoce los méritos de la obra,
aunque para ella la mayor virtud de Birthday Letters es que constituye una contundente afirmación del poder verbal de Sylvia
Plath. Lo que pone los pelos de punta no es la poesía de Hughes, sino
el fantasma de Plath. Sea como fuere, aunque la publicación del libro
rompía un silencio de proporciones mitológicas, dejaba un interrogante
en el aire: qué motivo había llevado a Hughes a dar semejante paso. Como
cabía esperar, el poeta no dio ninguna explicación. Hubo que aguardar
hasta el pasado mes de octubre, cuando la noticia de su muerte cogió a
todo el mundo por sorpresa. Por segunda vez en poco tiempo, su nombre
volvía a figurar junto al de Plath impreso en la primera plana de los
periódicos. Fue entonces cuando se supo que en mayo
de 1997 le habían diagnosticado un cáncer incurable. Considerando su
dolencia como algo sumamente íntimo, el poeta decidió silenciarla.
Aunque el proceso secreto de la enfermedad acentuó su aislamiento,
siguió atendiendo en la medida de lo posible las exigencias de su vida
pública. Muy pocas semanas antes de su muerte, añadió a la larga lista de galardones recibidos el Forward Poetry Prize. El poeta ya estaba muy débil, y no pudo acudir a recibirlo. Poco después fue nombrado miembro de la Orden del Mérito. Le quedaban dos semanas de vida. Frágil y demacrado,
pero todavía imponente en su estatura, Hughes aceptó el honor de manos
de la reina de Inglaterra, en el palacio de Buckingham. Fue su última
aparición pública. El miércoles 28 de octubre, el poeta fallecía. Fue
sin duda la certidumbre de la muerte lo que le decidió a llevar a
las prensas este libro extraordinario en el que sólo hay una voz y un destinatario. La obsesión y fascinación que Hughes siente por su tema son de una humanidad y una hondura estremecedoras. Birthday Letters es,
como dice uno de sus versos más sobrecogedores, el homenaje de un
hombre que llevaba treinta años «permanentemente asomado a tu ataúd». En
el libro (que está dedicado a los hijos de la pareja, Frieda y Nicholas), hay solamente un tema: la vida y la obra de una poeta extraordinaria. Y sí, es cierto que el libro celebra y afirma el poder verbal de Sylvia
Plath. Es cierto que su fantasma le pone al lector los pelos de punta.
Pero no se afirma aquí el poder verbal de una sola voz; el fantasma de
Plath no está aquí solo: le da forma y lo acompaña la belleza y el poder de otra escritura.